Dice J. L. Ortiz: “El mundo es un pensamiento realizado de la luz”. A ese verso, se añaden en el poema otros atributos del ser del mundo. Es beatífico, dichoso. El cine de Fontán es una mirada sobre ese mundo escrito en luz. Es también un sonido. El motivo elegido es el río. Un pescador llamado Godoy dice algunas cosas. Un hombre rema y su bote se desliza en el Paraná. Una niña y un niño sienten que ninguna otra cosa puede prodigar más placer que bañarse en el río. El sol no sobreactúa jamás ante la cámara y cuando se le piden destellos en el reflejo del agua procede como corresponde. Hay palabras escritas en Los ríos; los poetas saben que los planos de Fontán son apacibles. Calveyra, Ortiz, Baker, Viel Temperley acuden con versos y el cineasta los recibe con desenfoques deliberados, contrapicados de los bosques al lado de la orilla y cielos recogidos por el lente que en la hora elegida para filmarlos tienden a evocar figuras y contornos propios de una acuarela de Turner. Es fácil olvidar que todo lo que existe es un acopio de formas múltiples en el que la materia está imbuida de una azarosa vitalidad. Fontán sabe ensamblar la sobreabundancia del mundo y hallar encuadres precisos que repongan un recorte del todo como experiencia estética. Lo que sucede en menos de una hora consiste en adentrarse al misterio del cinematógrafo: la cámara reordena lo dado y restituye algo que no está en la naturaleza. Lo que se devela poéticamente es el alma de las cosas. (Roger Koza)